Poemas de
Ignacio Jiménez del Rey, uno de mis maestros en la poesía.
Yo también paseo por esas calles
Este momento, de noche, la lluvia
Siempre la risa en los ojos
La penumbra a mi alrededor, ven
Si lloviera esta tarde
Y cuando te diste la vuelta
Las ventanas ojos miran
Rompo el metal de tu espada
Yo también paseo por esas calles
y respiro esa humedad del puerto.
Te sigo por las aceras y las cafeterías
y pido contigo algo de beber y miro
por la ventana la lluvia mientras tú
hojeas el periódico de la tarde y comentas
con el encargado los combates de boxeo
de la noche anterior. El asfalto mojado,
los charcos y las hojas de los arces
empapadas. Sopla el viento, se vuelcan
los cubos de basura metálicos y ruedan
estrepitosamente. Hay borrachos
en las esquinas. Te sigo por las aceras
y vuelvo contigo cansado a casa y escucho
la música que pones en el tocadiscos.
Miro las fotografías en blanco y negro
colgadas de las paredes mientras tú
abres la nevera y buscas algo
para comer. Hablas solo y dices
que se te alarga la cara con el paso
del tiempo y que notas cómo se entristecen
tus ojos. Me cuentas que hay una mujer
que te gusta, que es dependienta en una tienda
de animales y que vas allí a comprar
comida para peces sólo por verla,
todos los días, y que ella se sorprende
cuando te ve y luego sonríe
y tú bromeas con ella y empiezas a inventar
chistes malos para hacerla reír
y le invitas a ir a patinar después del trabajo
y ella dice que sí y tú te pones nervioso
porque crees que hacéis una buena pareja.
Me cuentas que la vida es dura,
que estamos todos aquí a fin de cuentas
para conseguir una victoria, o al menos
sentir que podemos vencer y hacer
de nosotros, de cada uno nosotros,
algo más luminoso. Aunque la vida
sea dura. Para eso estamos aquí,
dices. Para eso nada más.
El disco se ha acabado y es de noche.
Ya hace tiempo que te has quedado
dormido sobre el sofá y yo contemplo
tu rostro sereno, tu respiración pausada
fundida con el silencio del cuarto,
y admiro profundamente lo verdadera
y sencilla que es tu felicidad.
Este momento, de noche, la lluvia
cayendo fuera de la casa,
golpeando los metales
del patio interior oscuro, apenas
iluminado por la luz
que sale de la ventana de mi cuarto.
Me levanto y miro
y contemplo el reflejo de mi figura
solitaria y callada. Este silencio
es intenso. Si escucho, se hace
más intenso aun, más pesado, más denso.
Podría tocarlo lentamente. Hay quietud
en este silencio, un tiempo que
se detiene. Lo sereno permanece. Algo
en mí quiere más. Tomarlo todo. Esta
densidad que me rodea. Llueve. Las
paredes me guardan
del viento y del frío. Espera.
La quietud se dirige
hacia algo o hacia alguien.
Siempre la risa en los ojos
brillando sola. Vuela. El tiempo
es ese rostro. Desaparece en el aire
de la tarde, en el viento frío,
en las nubes grises, en la lluvia
intermitente. Aceras mojadas.
Abrazos, abrazos, el calor en el pecho,
y las manos siempre.
Como antiguamente, cuando esperábamos
encontrar detrás de las puertas
miradas de mujer. Preguntas sobre nosotros
mismos. ¿Y qué pensará un pájaro
de sí mismo? ¿Y quién se atreverá
a decir que las nubes
no piensan en absoluto? Sonríen. Lo dicen
mis ojos que una vez fueron nubes
bajo el cielo rojo ardiente
de la creación del mundo.
La penumbra a mi alrededor, ven
y besa mis párpados
de arena. Tengo lágrimas de tiempo, nubes
descendiendo abismos. Hacia lo verde
del mundo. Tengo labios
y lengua, y saliva y manos, yemas
dedos que conocen la suavidad.
Saben de la existencia
de otras emociones, siempre. La pregunta
de mi corazón a las manos labios es
¿qué hacemos aquí? Se acerca
un tren. El rugido de las ruedas
metálicas contra los raíles, el traqueteo
de una fila interminable de vagones
hacia mi destino, árboles
a los lados miran. Libros conocen vidas,
dicen, dicen, dicen de nosotros
que seguimos vivos. Ecos de voces antiguas, miles
de años atrás existieron voces antiguas.
Gargantas, cuerdas vocales rojas vibran. Y buscamos
la vibración, instalarnos en la vibración.
El sonido, el sonido, el sonido. Un pájaro, vuela. ¿De dónde
llegan los pájaros que vemos? Pasan, desconocidos.
Si lloviera esta tarde
de invierno
y la música ascendiera
escaleras.
Cocinas, olor a café, y una voz
de mujer que canta
a la melancolía de los ojos
míos que aquel verano
gris contemplaron nubes y parques,
el teatro de la vida,
el viaje hacia el misterio,
recordaron la risa y otras
existencias menos atroces,
menos gritos, menos
cuchillos, menos cuartos
vacíos, menos miedo
atravesando el pasillo
hacia mi corazón.
Y cuando te diste la vuelta
para colgar el abrigo
levemente tu blusa, a la altura
de tu cadera,
ha destapado tu piel.
Y era blanca
como la luz de una mañana
de invierno. He visto
el frío y la nieve
en tu piel.
Las ventanas ojos miran
calles vacías en verano. Sienten
cierta nostalgia, y el aire caliente,
de pasos más sonoros y cadencias
y ritmos. Otros días. Los árboles
verdes del verano y su melancolía.
En la ciudad quizás, sólo en la ciudad.
Los viajes, la distancia, el camino, los lugares.
Los árboles lentos bajo el calor del verano.
La atmósfera parada, la espera
de otro hacer. Ojalá fueran otras
las ventanas ojos. Prisiones blancas son
mortales. Muero lentamente
dentro del tiempo. Tiempo parado muerto,
es esta triste época, estos tristes años… Palabras.
Desearía haber vivido ya
el tiempo de mi destino. Promesas
sueños. Hacer, hacer, hacer.
Veo tus pies y los míos. No sé, no sé si estamos
juntos. Arena fina de playa infinita
y mar constante. Suave. Ven. Ven
a la vida.
Rompo el metal de tu espada
con los dientes. El filo corta y hiere
mi lengua y mis labios y yo
rompo el metal de tu espada
con los dientes. Roja y espesa es la sangre
que gotea y trozos de metal
y hueso caen
hacia el dolor negro, abismo
de antiguas edades ya terminadas.
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sábado, 13 de febrero de 2010
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