miércoles, 4 de marzo de 2009

LA MÁS SABIA Y MAESTRA

·ESTE PARA MI NO ES RELATO DE PILAR QUE GUARDADRÍA EN MI CORAZÓN DE ESCRITOR, PERO SI aun SIENDO ASÍ ES BUENISIMO, COMO SERAN LOS MEJORES.
pILAR se refugia detrás de Clarissa Pínkola Estés, o del bolso de Brígida Guzman, pero no por eso deja de ser Pilar, esta vez la máscara, aun siendo máscara, es más Pilar casi que Pilar misma. Y aunque se esconda detrás de una chica insegura y falta de estima propia, como yo, no deja de ser una forma de ser feliz hacer relatos en que somos auténticos heroes o protagonistas de una aventura descacharrante, como ella con su madre. Aunque la felicidad a la que deberíamos tender es aquella que no tiene objeto, estos relatos y poemas de las alumnas de arteduna, son una buena aproximación.


Pánico en el tren por Pilar Navau

El lector tiene ante sí el interior de un vagón de tren. Es un vagón de TALGO, clase preferente, en la línea Madrid-Sevilla y son las once de la mañana de un neblinoso día invernal. En la tercera fila de asientos del lado izquierdo del vagón, junto a la ventanilla, viaja nuestra protagonista, la señorita Brígida Guzmán. La señorita Guzmán es joven, si tenemos en cuenta la esperanza de vida actual y que ella acaba de cumplir treinta años. Es menuda, muy delgada, y de cutis pálido, con un fondo rosáceo. Va ataviada con una americana de lana de color burdeos y un pantalón vaquero azul. En la cabeza lleva un gorrito de terciopelo negro que enmarca su frente despejada y por debajo del cual asoma un cabello rubio, muy rizado, que forma una especie de aureola alrededor de su cuello. Un bolso negro enorme, de grandes asas, se apoya en sus muslos y podemos observar que ella lo sujeta fuertemente y lo aprieta contra su pecho con sus manitas pálidas, a modo de escudo protector. ¿Qué vemos en sus ojos? Son de color verde acaramelado pero en estos momentos parecen casi negros debido a la dilatación de las pupilas. Vemos miedo. Vemos que ella intenta con todas sus fuerzas fijar la mirada en algo, pero no puede. Su mirada vaga a trompicones de un punto a otro del vagón y atraviesa a ciegas el paisaje de chaparros envueltos por la niebla que se ve por la ventana. Con frecuencia una de sus manos -esas manos delgadas, casi etéreas- deja de agarrar el bolso y se pone a acariciar nerviosamente el ala del gorrito, el cuello, los rizos del cabello… Vemos también que su cuerpo muestra signos inequívocos de inquietud: unas veces se mueve y se sienta en el borde del asiento, con la cabeza casi apoyada sobre el respaldo del asiento delantero y otras veces se arrellana hacia atrás y parece parapetarse detrás de su bolso.



Para entender el desasosiego que embarga a la señorita Guzmán debemos dar marcha atrás al reloj unas veinticuatro horas. En la mañana del día anterior se encontraba en la consulta del doctor Saavedra, un competente, experimentado y afectuoso médico especializado en ... Sí, el lector no debe escandalizarse si le decimos que el doctor Saavedra era … psiquiatra. Eso es. Especializado en fobias, además, y con más de treinta años de experiencia profesional a sus espaldas. Aquella mañana el doctor Saavedra y la señorita Guzmán se contemplaban el uno al otro desde sus respectivos lados de la mesa. Él tenía esa mirada extraviada que le era característica y su eterna sonrisa de beatitud. Transmitía una sensación de tal placidez que a uno le daba la impresión de que se acababa de fumar un puro de marihuana. Ella estaba seria, tenía el entrecejo ligeramente arrugado, las comisuras de sus labios curvadas hacia abajo y la mirada asustada de un animal apresado.

-A ver -le decía el doctor Saavedra hablando con lentitud y sin dejar su sonrisa plácida- primero fueron los aviones, ¿no?.
-Sí- musitó la señorita Guzmán bajando la mirada y arrugando más aún el entrecejo.
-Y luego fueron los coches, ¿no es cierto?.
- Bueno –dijo ella levantando la mirada y con un toque de desesperada resignación en su voz- no siempre. Sólo cuando conduzco, conducía mejor dicho, por autopistas y carreteras, no por la ciudad.
-Ya. Y luego … los espacios abiertos.
-Sí –y la señorita Guzmán empezó a sentirse acorralada.
- Y luego … los espacios cerrados.
- Sí –dijo ella con un gesto dramático y la voz temblorosa- Y el metro, y el tren, sobre todo el tren, ya no puedo coger ni el cercanías -Sus ojos verdes se empezaron a humedecer por las lágrimas, ya que no podía evitar sentir en esos momentos una enorme lástima por sí misma.
- Vamos a ver, Brígida –repuso el sonriente doctor Saavedra, con el tono de quien habla con un niño- veamos qué puedo hacer por ti. Si la medicación y las técnicas que te he enseñado no son suficientes –y mientras tanto sacaba la cartera del bolsillo interior de su chaqueta y extraía de ella un sobre doblado por la mitad- … entonces voy a recetarte algo diferente.

Y se puso a escribir una receta y la juntó con el sobre doblado. Metió las dos cosas en un sobre más grande y se lo entregó a Brígida. Ésta lo recibió expectante, especulando acerca de cuál podía ser aquel remedio milagroso, y le dio las gracias al buen doctor. No abrió el sobre hasta que llegó a su casa. Dentro encontró un papel donde, estupefacta, vio que el doctor Saavedra había dibujado, con unos trazos bastante simples, la figura de una niña pequeña con el pelo rizado y, a su lado, separado por un espacio en blanco, un grupo de árboles que parecían formar un bosque. Debajo el médico había escrito lo siguiente:

“Sal al bosque, sal enseguida. Sal al bosque, sal enseguida.
Si no sales al bosque, jamás ocurrirá nada
y tu vida no empezará jamás” *



La señorita Guzmán abrió el sobre doblado por la mitad y encontró lo que una parte de ella intuía que encontraría: un billete de tren, el billete que el doctor Saavedra –como Brígida sabía- compraba una vez al mes para ir a visitar a su hija y sus nietos, la única familia que le quedaba, al sur. El billete era para un Talgo que partía a la mañana siguiente, y ahora era para ella. ¿Qué sentía ella? Sentía que todo aquello –las fobias, el doctor Saavedra, ella misma- le dolía. Todo le dolía y estaba revuelto en su interior. “El doctor Saavedra es un capullo”, le susurraba una voz, “pero el pobre no ha querido cobrarte la visita”, le decía otra. “Esto es chantaje y coacción”, reponía la primera voz, “¿y si todo eso del bosque y la niña significa algo?”, contestaba la segunda voz. Esa noche, al acostarse, Brígida decidió que iba a ir Rita al tren. Pero a la mañana siguiente se encontraba pidiendo un taxi en el portal de su casa.

* * *

Volvamos ahora al tren. Observemos de nuevo a la señorita Guzmán. No cesa de dar muestras de inquietud: se toca el pelo, el cuello, otra vez el pelo, cambia de postura, se vuelve a tocar la garganta … ¿Y su mente?, ¿qué pasa en su mente? Ahora mismo hay un espectáculo en el que un tren pasa por la vía donde han colocado un paquete bomba. El tren salta en mil pedazos. Hay fuego, humo, hierros retorcidos, gritos, los últimos pensamientos de los pasajeros antes de morir calcinados … Aparece una portada de periódico: “Más de cincuenta muertos en un atentado en el Talgo Madrid-Málaga”. Pero ya, en milésimas de segundo, está irrumpiendo otra imagen, otra historia: hay dos trenes que por un despiste del operario encargado del cambio de vías chocan frontalmente y se empotran el uno en el otro, descarrilan, se incendian… y ya ha brotado espontáneamente otra historia más: el tren descarrila por causas desconocidas y se cae por un puente, cae en el vacío mientras los pasajeros chillan. El efecto de todo esto en el cuerpo de la señorita Guzmán es de lo más curioso: su corazón se acelera hasta un límite inimaginable, sus manos chorrean sudor, sus pupilas se dilatan y su visión se vuelve borrosa. Siente que todo el vagón gira a su alrededor y, a la vez, no le llega oxígeno a la nariz, se ahoga … Pero lo peor de todo es su temor a que los demás se den cuenta de lo que le está pasando, que por sus gestos o su conducta sepan que está teniendo un ataque de pánico, y ésa sí que sería una situación embarazosa porque, de común acuerdo, todos la tomarían por loca. Así que se levanta, enarbolando su abrigo y su bolso y casi tira con su ímpetu al señor del asiento de al lado que, cortésmente, se había levantado para dejarla pasar. Ella no se da cuenta de nada. Sólo piensa en llegar al descansillo solitario que está al principio del vagón. Una vez allí, apoya la espalda contra la pared y hurga desesperadamente en su bolso, en busca de la pastilla salvadora. La encuentra y se la mete debajo de la lengua, para que la sustancia entre directamente en el torrente sanguíneo, tal y como el doctor Saavedra le ha explicado. Pero nada. Ya es demasiado tarde. Ya su cuerpo se ha disparado, dentro de él han sonado todas las alarmas y se comporta como si se aproximase a una muerte fulminante. Y la señorita Guzmán no sabe dónde meterse, su agonía aumenta cuando piensa en la gente, en los pasajeros que la van a tomar por loca. Intenta respirar con las técnicas que ha aprendido, intenta secar sus manos, centrar su mirada en un anuncio que hay en la pared. Trata de convencerse de que pronto todo pasará, sólo tiene que aguantar un poco más, un poquito más hasta llegar a Málaga y entonces saldrá del tren y cogerá un taxi y la llevará a un hotel y allí ella se irá derecha a una habitación y se encerrará allí y estará a salvo. “Aguanta, aguanta”, se dice a sí misma. Pero sigue ahogada, siente que se va a desmayar y la posibilidad de que esto ocurra le produce aún más ahogo y más vértigo. Y para colmo de males un señor con bigote sale al descansillo del vagón para fumarse un cigarrillo y la mira con extrañeza. Y unos niños ruidosos pasan corriendo y empujándose en busca de la cafetería. La señorita Guzmán desea correr, correr, correr, salir huyendo. Y en ese mismo instante el tren se detiene. Hay un túnel y otro tren tiene que cederles el paso. Se oye un pitido, un semáforo en la vía se ha puesto en rojo. Y la señorita Guzmán se siente traspasada por aquel pitido. Sólo quiere correr. Así que abre la portezuela del vagón y salta al exterior. El señor del bigote se pone a llamarla, unas personas que la han visto salir desde la ventanilla la llaman también. Pero ella no oye. Ella corre y corre. A través del campo, en la mañana invernal, cruza como un rayo una dehesa poblada por chaparros y encinas, tupida de musgo y hierba verde.

Al cabo de unos diez minutos de carrera desesperada la señorita Guzmán reduce el ritmo de sus piernas y se pone a andar, cada vez más lentamente hasta que al final, debajo de un alcornoque, hinca sus rodillas en el suelo y tira su bolso y su abrigo. Se ha quedado casi sin aliento y el pánico ha ido dejando paso a un sentimiento de desolación. No puede evitar criticarse por haberse portado como se ha portado, siente vergüenza e indignación consigo misma y, a la vez, un dolor profundo y sordo. Y, claro, se echa a llorar como una descosida. Llora y solloza, mientras mira a su alrededor para constatar que no hay nadie. Y, de pronto, el sollozo cesa porque los ojos verdes de la señorita Guzmán se detienen, extrañados, en una sombra negra que surge de la niebla en la cima de la colina, entre los árboles. ¿Qué es eso, un caballo?, se pregunta de pronto la señorita Guzmán, mientras se levanta del suelo y constata que la sombra se ha puesto en movimiento y se dirige hacia ella. En medio del dolor y el desconcierto no se le ocurre otra cosa más que aquello es una especie de demonio que va a devorarla. Y es que, como el lector ya habrá percibido, la imaginación de la señorita Guzmán no tiene límites. Pues bien, ella ya se ha levantado del suelo y mira, atónita, la sombra negra que cabalga hacia ella. En ese momento ya no sufre, no hay dolor ni desesperación. Simplemente sus sentidos observan con atención. Y al cabo de unos segundos su mente ya ha tomado la única decisión posible en semejante tesitura: salir corriendo, porque eso que se acerca no es el demonio, sino un toro de lidia que pastaba tranquilamente por la dehesa cuando la carrera loca y la chaqueta burdeos de la señorita Guzmán disturbaron su paz campestre. Ella corre de nuevo y no es el pánico esta vez el motor de su carrera, sino una zona de su mente extraordinariamente pragmática que intuye los obstáculos antes de que aparezcan y que busca posibles soluciones para salir de semejante atolladero. Y es que la situación de nuestra heroína es realmente desesperada. El toro se acerca cada vez más, exhalando vapor por sus morros e inclinando sus temibles pitones con el indudable fin de arremeter contra su víctima. La señorita Guzmán divisa, entonces, en lo alto de una loma, una encina centenaria. Y esa parte pragmática de su cerebro le aconseja emplearla como tabla de salvación, así que, sin dudar ni un instante, trepa por la encina hasta lo más alto de su copa, a pesar de no haber subido en su vida a una encina y de que sus botines de ciudad no son el calzado más adecuado para este menester. Pero lo consigue. El toro se queda abajo, jadeante y contrariado. Parece darse cuenta de que su provocadora ha quedado fuera de su alcance. Tras trotar varias veces alrededor de la encina se cansa y se aleja. La señorita Guzmán ve con alegría verdadera cómo se marcha su amenaza. Respira por fin y se da cuenta de inmediato de que ha experimentado un cambio. El pánico, el dolor y la humillación han desaparecido y ahora experimenta una especie de sensación…¡de diversión!. Se dice a sí misma que ninguna de las personas “normales” que viajaban en ese tren, que no saben ni que existen los ataques de pánico, tendrá nunca una aventura como aquélla para contársela a sus nietos. Y además, ¡qué caramba!, se siente orgullosa de sí misma. Ha sido capaz de ponerse a salvo. Ha tomado las riendas de su vida, quizá por vez primera. Así que, con la sensación de ser una heroína un tanto excéntrica, saca el teléfono móvil de su chaqueta burdeos y marca el 112. Unos diez minutos más tarde uno de los guardeses del cortijo, pertrechado de dardos sedantes por si el toro regresa y montando un hermoso caballo blanco que contrasta con el verde circundante, llega hasta la encina centenaria y ayuda, muy galantemente, a bajar a la señorita Guzmán. La monta en el caballo, delante de él –como hacen los vaqueros con sus chicas en las películas del oeste-, e inicia el camino hacia el edificio principal del cortijo. La señorita Guzmán podía ver, ahora que la niebla se estaba disipando, un hermoso paisaje en distintas tonalidades de verde y, a lo lejos, unas casitas blanquísimas. Jamás hubiera imaginado que en un espacio abierto como aquél pudiera sentirse tan poco predispuesta a sufrir un ataque de pánico. El sol empezaba a disipar la niebla. Podía oír el gorjeo de los pájaros. Un hombre bastante atractivo rodeaba su cintura. Olía a campo, a aire limpio. Su vida empezaba. Lentamente, se alzaba el telón.

* Clarissa Pinkola Estés

Pilar Navau

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