sábado, 28 de febrero de 2009

TAÑIDOS DE SENSIBILIDAD PERFUMANDA POR EL RECUERDO

Este relato de Antonio Sanchez Diego es una muestra de su sensibilidad, es la señal de que quizá la civilización pudo algun día nacer en su casa de occidente, antes que en ningun sitio. Pongamos que hablo de Salamanca, la Roma de Castilla. La capital vettona de los prehistóricos señores del ganado.

Tañidos de campana por Antonio Manuel Sánchez Diego

No dejes pasar el momento fugaz, en que palpita la existencia en un instante, en que sientes tu cuerpo y no añoras nada, porque estás consciente. Yérguete a la cima del camino y párate, verás el horizonte teñido de tiempo, de un tiempo presente. El horizonte no tiene color definido, solo tiempo que no pasa; no hay final en él, solo un destino incierto, atractivo y desafiante. Quien lo mira, trata de descifrar sus entrañas, su densidad y espesura que no deja ver el final. Pero ese es el precio de su belleza que, como todo lo bello, se acerca para que te asombres, zarandeándote con la suavidad de unas aguas estancadas. Déjate zarandear por su inmensidad que es única, como todo aquello que resplandece callada y majestuosamente en el recuerdo.



Aquel día, estaba yo tomando una copa de vino tinto en una cafetería, mis manos la tenían cogida por el pie estilizado que sale de su base, haciéndola girar en una y otra dirección, al tiempo que miraba atentamente su contenido color nazareno. Observaba la corona que forma la superficie del preciado brebaje junto al cristal en su parte interior y buscaba inconscientemente a través de su transparencia el fondo de la misma. En este preciso instante percibí su olor, era un olor penetrante y agradable que estuve saboreando un buen rato. Luego me fui dando cuenta de que ese olor me iba descubriendo algo que no acertaba a comprender y a base de pensar que me estaba ocurriendo, vino a mi memoria un recuerdo de mi niñez. El olor había despertado mi memoria.: Yo era un niño que no había llegado aún a la adolescencia cuando me enseñaron en mi casa a graduar el vino que llegaba a nuestros almacenes procedentes de otras bodegas. Era un voto de confianza que, a mi personalmente, me daba seguridad. Y me aplique a tal tarea con tanta disciplina que llegué a poder discernir lo que era mejor y lo que no lo era tanto. Aprendí a oler el interior de las cubas para saber su estado y a mirar a través del cristal de los vasos la transparencia de los diferentes colores. Aprendí a graduar el vino y creo yo que algo mas que el vino que solo olía y miraba. Yo creo que aprendí a discernir el vino y a disfrutar de otras cosas, como por ejemplo la del silencio que provocaban los catadores a la hora de la prueba.

El olor de la copa de vino que estaba mirando en este momento, estaba produciendo en mi una transformación. Sonó tan intensamente dentro de mi el eco interior que, el silencio de fuera me parecía un estruendo. Inmóvil, casi imperceptible a mis movimientos, me puse a escuchar el sonido intangible de mis sensaciones. No quería salir de él, no quería volver atrás, no quería la diversidad, solo deseaba, si es que podía, el vacío insoslayable de la unidad.

Escuché con atención, escuché una y otra vez la vibración interior y siempre aparecía el olor embriagador de la verdad lejana. Pero, sabiéndome aún no consciente de ella, escudriñe por el camino de la silenciosa soledad por si podía discernir alguna claridad. Y así me aparecieron imágenes de aquellos tiempos, imágenes encantadoras e inolvidables, como las del anciano que me visitaba casi todas las tardes a tomarse en mi compañía un vaso de vino que yo le regalaba a cambio de su compañía. Algo inclinado por la leve cojera que le obligaba a llevar bastón, transmitía a través de su mirada la sabiduría de los años vividos. Sus ojos llorosos contenían lágrimas en sus párpados que los convertían en claros y serenos. Yo recuerdo su mirada en este momento como si fuera ayer, por su autenticidad, por su elegancia, por su aceptación, y digo aceptación porque nunca le vi caer las lagrimas que se mantenían en equilibrio con su vida. Tantas otras imágenes se sucedían cada vez que percibía el olor, si bien persistía la del anciano.

Giré la copa con fuerza suficiente cómo para que el vino adquiriese un movimiento circular y de vaivén que, le hacía subir y bajar de una parte a otra cómo si se tratara de una ola. Me quedé mirando la oscilación del movimiento que no cesaba pero, al disminuir su inercia, lo hacía de tal manera que creó un ritmo de sosiego creciente en mi, conforme iba consiguiendo su forma plana de equilibrio. Cuando lo consiguió, me quedé estático, mirando al fondo de la copa a través de la superficie. Yo, había conseguido también un equilibrio a través del vino y su color. Volví a ver al anciano sentado en una cuba junto a mi, nos separaba un vaso de vino al que le faltaban algunos sorbos. La cuba, no era grande, lo que permitía sentarnos con una determinada comodidad. El tapón de corcho que cerraba la boca, sobresalía un poco y él lo tocó con un dedo en una zona especialmente manchada de vino que, se llevó a la nariz para expresar una sonrisa de aprobación.. No dijo nada, solo una sonrisa esbozaron sus labios, inundándole la cara de alegría. Yo, me sonreí también y le acerqué el vaso de vino, invitándole a beber. El lo cogió con sus manos temblorosas y tomó un sorbo, después de haberlo olido. Era la conversación de un niño y un anciano en una bodega, una conversación callada pero, llena de contenido. Aquel lugar, iba a marcar en mi, un antes y un después : El olor del vino, la conversación silenciosa, la sabia mirada de unos ojos serenos y el equilibrio de unas lágrimas contenidas. Todo ello, por nada, solo el destino.



Removí un poco la copa nuevamente, y como si hubiera pasado página vi al anciano representado por detrás, era la imagen de cuando se iba después de despedirse. Su andar era lento y cadencioso como una melodía. La visera calada, la chaqueta y el pantalón de pana acompañaban su cuerpo en cada movimiento con su mirada al frente que yo intuía. Cada paso que daba, hablaba, dibujaba en el suelo el leve rastreo de su pierna mala y según iba desapareciendo de mi vista, veía dibujada en el horizonte su espalda inclinada y la iglesia situada al fondo de la calle. La campana comenzó a sonar para la oración del atardecer, y el ritmo de su sonido, coincidía con los pasos del anciano. Un paso : un sonido; cada movimiento de sus piernas: un balanceo de campana; cada movimiento: un verso; cada balanceo : una canción. Una imagen sencilla para no olvidar, para mantener en el recuerdo. El último tañido de campana, coincidió cuando su cuerpo desapareció en mi pequeño pero querido horizonte.

Miré por última vez la copa de vino, ya no la giré mas, me había bastado su olor para remover mis recuerdos, su color para desvelarlos y de esta forma poder volver a oír algún tañido de campana de mi memoria que yo agradecí.

Antonio Manuel Sánchez Diego

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