Os remito este maravilloso artículo de Ignacio, nuestro compañero y gran escritor sobre una de las inolvidables novelas de Carson Mccullers. Es un estupendo diálogo esbozado de Ignacio y Frankie.
Frankie y la boda de Carson McCullers
“Por la mañana muy temprano salía a veces al jardín y se quedaba largo rato contemplando el cielo del amanecer. Y era como si su corazón hiciera una pregunta y el cielo no le diera contestación.”
Frankie, ¿recuerdas los días de verano en que te conocí? Fue cuando quisiste cambiarte de nombre. Buscabas uno que empezara por “Ja” y elegiste Jasmine. Era un nombre precioso y representaba completamente aquello en que soñabas convertirte. Se lo decías a John Henry, tu primo pequeño y a Berenice, la cocinera de la casa y cómplice tuyo de todo lo que aquel verano iba a sucederte. Te miraban asombrados, no tanto por tratarse de una ocurrencia extravagante más de las tuyas, que siempre las habías tenido, sino por la firmeza y determinación con que te empeñabas en corregirles cuando te decían: “Frankie, deja de decir tonterías”. Para ti iba en serio, no tenía vuelta atrás. Y empezaste a buscar en el mundo un espacio para el espacio que en tu corazón se abría a cada momento de aquel verano. Un espacio que, supiste desde el primer instante, ya no podría encajar en el lugar en el que hasta entonces Frankie se encontraba. Supongo que, en un sentido, te hiciste mayor, Frankie… aunque en otro ya lo eras.
Recuerdo lo difíciles que fueron aquellos días. Algo de ti era feliz y se sorprendía de la nueva dimensión que la vida y el mundo adquirían, de cómo podías relacionarte con todo de otra manera, de la nueva capacidad de ver y de decir que sentías. Y a la vez algo de ti también no conseguía comprender. Por dentro todo era diferente y por fuera todo seguía igual: las mismas tardes calurosas y polvorientas una detrás de otra, la misma cocina gris en la que os sentabais John Henry, Berenice y tú jugando siempre la misma partida de cartas y manteniendo siempre la misma conversación, la luz entrando a la misma hora por la ventana con el mismo tono apagado iluminando los mismos trozos de pared, las cenas en las mismas sartenes y los mismos platos, tu padre llegando a la misma hora del trabajo y saludando de la misma manera. Todo tan quieto, todo tan estático… Y por dentro todo tan agitado, tanto movimiento, tanta necesidad de contemplar, de conocer, de contactar…
Con esas dos caras, como una luna que a la vez es luna llena y luna nueva, te lanzaste al mundo. Salir, es lo que hiciste. Te cambiaste el nombre y empezaste a hablar de otra forma con Berenice y ella te habló también ahora de otra forma. Como podías tomarlos, te dio sus misterios, las voces de su historia, sus alegrías y sus tristezas. Te mostró su vida de manera completa para pudieras comprender la tuya de una manera completa también. Recuerdo el modo tan natural y espontáneo con el que te encendiste un cigarrillo una de aquellas tardes de verano, cuando ya sabías que eras otra. Lo cogiste de la cajetilla de Berenice y ella no se sorprendió. Siguió hablando, porque ya no le hablaba a Frankie, la niña de doce años de la que cuidaba cada día. Y tú seguiste escuchando, fumando, como si siempre hubierais mantenido así vuestros encuentros. Era hermoso contemplar vuestra relación, Frankie. Una de esas relaciones que se dan en la vida y que uno admira maravillado y encantado, olvidándose de uno mismo y siendo feliz sólo admirando. En medio del vendaval que esos días movía tu corazón, ella trataba de que no te perdieras, como si fuera la mano que sujetaba la cometa en la que te convertiste aquel verano, y trataba de ser a la vez un viento nuevo para ti. Porque fuiste una cometa, Frankie, una cometa que se elevó por encima del polvo que cubría todas las casas del pueblo, por encima de todas las tardes grises y calurosas, dejándolas pasar una detrás de otra, sabiendo que cuando regresaran ya no la encontrarían.
Porque decidiste marcharte, Frankie ¿lo recuerdas? Soñabas con nieve, con carreteras nevadas del norte, con montañas y bosques nevados, todo blanco, todo frío, todo completamente nevado. Te compraste un vestido nuevo y unos zapatos y paseando por las calles del pueblo mirabas a las personas a los ojos y les decías por dentro: “Ésta es la última tarde que paso aquí, la última noche. Mañana me marcharé y no voy a volver”.
No voy a hablarte, Frankie, del día de la boda de tu hermano ni de lo que ese día ocurrió. Sólo quiero decirte, ahora que ha pasado algún tiempo, que ellos no viajaban hacia los lugares de tu imaginación. Que esos lugares solamente los habitáis tú y los seres, desconocidos aún, que esperan a que llegues para recorrer contigo los espacios y los tiempos que juntos habéis soñado. Y que allí, en uno de esos mundos nevados, te espero yo también. Estoy seguro de que te reconoceré cuando te vea, Frankie. Porque ya nos hemos conocido.
Ignacio Jiménez
martes, 29 de julio de 2008
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